Skip to main content

La cigüeña que no regresó más a París

Los cubanos se han iniciado en la milenaria filosofía de supervivencia china de que todo lo que vuele, nade, camine o se arrastre, se come

Image
En París la siguieron esperando hasta el día de hoy.
Ilustración: Tejuca/ ADN Cuba | En París la siguieron esperando hasta el día de hoy.

Actualizado: Mon, 05/08/2023 - 14:25

Era hermoso contemplar el paso de las aves sobre el cielo de Cuba allá en la antigüedad, como por los años 1959 e incluso 1978.

Revoloteaban y hasta se posaban en tierra firme grullas, gorriones, gorrones, garzas, garzones, flamencos, patos de la Florida (antes de que alguien los acusara de ser agentes de la CIA), yaguasas, buitres, guanajos rellenos o vacíos, pavos reales, pelícanos y cigüeñas que venían de París.

Hoy no. Hoy no tocan tierra, y si pueden, evitan entrar al espacio aéreo nacional, y no solamente por la contaminación de mares, llanos y montañas, sino porque los cubanos se han iniciado en la milenaria filosofía de supervivencia china de que todo lo que vuele, nade, camine o se arrastre, se come.

Por eso, desde gaviotas a guajacones o búfalos de agua, han sido aleccionados para que eviten la tierra que ojos humanos han visto, porque pudieran terminar en los estómagos más vacíos que oídos humanos han escuchado. Antes se alertó a aquellas oscuras golondrinas de Gustavo Adolfo Bécquer para que ni se les ocurriera colgar sus nidos en ningún balcón de la isla, por peligro de desplome.

Lo cierto es que en la Cuba de hoy hasta el lenguaje ha mutado. No se hace como antes, que, cuando había una mala situación, la gente decía que se estaba comiendo un cable. Era hasta divertido y con muchos colores, pero eso también es cosa del pasado. Los cables no conducen a nada, o solo llevan a la oscuridad y es entonces una comida triste y poco nutritiva. Además de que los cables, esas formas alargadas que consisten en un alambre, casi siempre de cobre, protegidos por un plástico, son formas inertes e inútiles. En la actualidad la gente invoca a la Caridad del Cobre para que el cobre lleve electricidad a los bombillos, neveras y televisores.

Hoy no se ve una vaca pidiendo botella en un camino, no cruzan las carreteras por temor a morir en el fondo de un bache, ni aparecen tarrisbajas, atravesando lentas la pesadez de la tarde. Ni los rosados flamencos flamencan a la orilla del agua, ni un pato con su pata dándole a la pata, seguido por sus paticos. Lo de la vaca, las chivas y los cerdos se explica. Son ganado mayor, como algunos miembros de la nomenclatura. Pero que un ave ligera y alada si se posa sea halada a una hoguera (no ya a un fogón decente) es preocupante. Un escándalo. En Cuba ya ni plumas se puede tener, a pesar de Mariela Castro.

En pleno siglo XXI, que en la isla es el inicio de un nuevo “malenio”, los niños que “pescan” pelícanos matan el hambre hirviendo con azúcar morena y hojas de guayaba los cadáveres de las aves. “Botas el agua tres veces –dicen–, y así no saben tan mal”. Mira tú. Es un brillante descubrimiento gastronómico. Una comida completa, llena de vitaminas. Carne blanca de ave y los nutrientes del pescado que los nutre.

Es tan brillante como el vegetariano que descubrió que comiendo carne vacuna cumplía con su norma alimenticia, porque la vaca viene rebosante de hierba. Pero estos muchachos no son parte de una expedición científica, sino viajeros de una nave a la deriva. Náufragos de un viaje a ninguna parte que pretendía llegar a esa mentira llamada socialismo. Hay que agradecer que aún haya pelícanos, clarias y caracoles africanos que evitan que la isla caribeña llegue, de modo veloz, a la antropofagia. Aunque dicen que en Santiago de Cuba ya arribaron, pero es mentira, como los que vieron a una familia campesina asando una avioneta para merendársela.

Cierto es que Fidel Castro no es, como muchos afirman, “el viejito que inventó el hambre”. Ese era Lenin, Vladímir Uliánov, que pueden ver aún en algunos documentales caminando rápido, como si fuera a comprar algo sabiendo que se puede acabar en cualquier momento. El Delirante en Jefe no abrió el apetito de los cubanos. Ya había pasado Valeriano Weyler, por ejemplo, que estableció el primer período especial de nuestra historia.

Lo que sí nos trajo el hijo de Ángel y Lina fue la constancia, el esfuerzo continuado y denodado, la dedicación revolucionaria para que todo lo que alimenta se acabara. Si hablaba de lechugas, se pudrían o se secaban. Mencionó panes y peces, y, contrario a lo que hizo Jesucristo, no hubo nunca más. Nacionalizó centrales azucareros hasta darle al verbo nacionalizar otro sentido semántico que la Real Academia de la Lengua Española no recoge todavía. Nacionalizar: Dícese del acto de apropiarse de algo que funciona para que al poco tiempo sea inoperante e ineficiente y a la postre desaparezca.

Y esa fue su herencia, arrasar hasta con el postre. Su paso por la isla marcó la conciencia nacional y dejó una honda huella estomacal. Una nostalgia de olores y sabores que el cubano de hoy intenta suplir con lo que aparezca. Un núcleo familiar comenzó a alimentarse con bijiritas, zunzunes y tomeguines y terminaron todos con anemia.

Y lo peor de todo, esa “resistencia creativa” de la que habla el narizón esposo de la Machi, que tiene su cocinero español a mano, al habitante de la isla no le funciona mucho porque nos falta Nitza Villapol, que soñaba revolviendo potajes y salsas. Ay, Nitza, contigo las auras tiñosas tendrían otro sabor. Los querequetés serían una delicia en cualquier mesa. Las grullas se dejarían engrullir con un deleite parecido al paroxismo (el paroxismo se parece al socialismo, pero no duele tanto).

Dicho todo esto, y avisadas todas las especies, voy a lo que iba. Ya lo saben aves y peces, y mamíferos, aunque militen en el Partido Comunista de Cuba. Las dentaduras de los cubanos andan flojas, pero siguen firmes. No hay corazas ni huesos que se resistan. El hambre ciega y aturde, y si se extiende mucho la ineficacia de la dictadura, los indios Jíbaros del Amazonas serán niños de teta al lado de nuestros heroicos hermanos.

Advertida la audiencia paso a una historia tierna. Un cuento gastronómicamente infantil, de una hermosa cigüeña que hizo un alto en su largo vuelo para reponer fuerzas. Es una especie de fábula que dejo aquí tembloroso, sin saber qué suerte correrá, porque, como están las cosas, se pueden comer hasta las fábulas. Y comienza así:

Era un ave bella, una cigüeña que alegraba los hogares trayéndoles hijos desde París, sin importarle mucho el peso o la intensidad del llanto. Muchos vástagos (porque a veces a los hijos se les dice vástagos), cuando se enteraban de que su destino era Cuba, rompían en intenso y amargo llanto sobre el Atlántico y la cigüeña tenía que engañarlos tomando rutas alternas para que no descubrieran el final del viaje.

Esa robusta, dedicada y hermosa cigüeña bajó a tierra cubana para recuperar el aliento. No se dio cuenta de que varios jóvenes la miraban y se acercaban. Después dijeron que su sabor era exquisito. Vamos a suponer que ya la cigüeña había entregado el niño que traía en el hogar que le tocaba. En París la siguieron esperando hasta el día de hoy.