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Bururú barará dónde está Fidel (crónica de un asalto)

Desde las 8 y 30 de la noche del 25 de julio había nerviosismo en aquella Granjita Siboney que un día entraría a la historia

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Cuartel Moncada, Santiago de Cuba
Armando Tejuca | Cuartel Moncada, Santiago de Cuba

Actualizado: Thu, 07/27/2023 - 11:12

¿Y por qué entraría a la historia cubana aquella granja? ¿Por haber ganado la emulación en la siembra de cebollas? No, aunque el resultado de lo que allí se preparaba haría llorar a todo el pueblo e iba a disparar el precio del producto hasta cifras no imaginables. ¿Por ser un modelo nacional e internacional en la cría de ganado? Tampoco. Los sobrevivientes de aquellos sucesos, llegados al poder, desaparecerían a las vacas de la faz de la tierra. Y con ellas todos sus productos.

Al final ya sabemos, de tanta repetición y glorificación, la disentería social y política que iban a desatar las acciones que consumarían aquella madrugada de 26 de julio, Santa Ana en el santoral al dorso, toda la gente reunida en aquel sitio, una pequeña finca de recreo, la granjita antes Villa Blanca, situada en las afueras de Santiago de Cuba, que habían rentado con el supuesto fin de dedicarla a la cría de pollos. Algún día en la isla podrían vender pollo por pescado.

Es curioso, y, por tanto, merece una breve observación: al jefe de aquello que se tramaba parecían gustarle los lugares estrechos, donde la gente se sintiera incómoda: la Granjita Siboney, el yate Granma, Cuba. Por eso la isla se fue achicando y sus habitantes decidieron salir a respirar.

Pero aquella noche había nerviosismo y confusión en el sitio. El aire se volvía irrespirable y aquellos 135 combatientes, vestidos con uniformes de sargento del ejército batistiano, no sabían qué hacer. Algunos pensaban que estaban allí para el casting de una película. Otros, que era un disfraz para una nueva comparsa de los carnavales, y hasta hubo quien creyó que había sido convocado para cumplir con la zafra que fabricaría diez millones de toneladas de azúcar. Tuvieron que desilusionarse doblemente. Aquello no era esa noche, sino más adelante, y tampoco se cumplirían jamás. Otro dijo que le resultaba raro no ver allí a Camilo Cienfuegos y a Ernesto el Che Guevara, y también alguien se vio obligado a explicarle que eso sería en el futuro.

Fidel Castro estaba eufórico. Había convocado a toda aquella gente sin decirle lo que tramaba. Sabía que no alcanzarían las armas, pero también que los 16 carros tenían gasolina. Incluso para perderse por Santiago de Cuba. Uno de los mulatos de la tropa, carterista de profesión, ardía en deseos de partir ya hacia el carnaval porque tenía una canción en la cabeza y la quería componer cuanto antes. Ya había fachado dos pistolas y cinco fusiles 22 y los había revendido entre aquella gente. Fidel confiaba en él. Sabía que alguna vez dejaría la delincuencia, porque era fiel al movimiento, y el movimiento era una organización en la cual "valía todo" con tal de lograr derrocar a la dictadura de Batista.

Otro de los presentes, para callarle la boca al pretencioso compositor, gritó que él ya tenía una obra compuesta y dispuesta, “El himno del 26 de julio”, que inmortalizaría la acción antes de que fuera realmente una acción, y comenzó a cantarlo a grito pelado: “Somos la brigada Conrado Benítez, somos la vanguardia de la revolución”, pero cuando Fidel Castro le abrió los ojos, asombrado, se dio cuenta de que se había equivocado de tema.

Fidel se extrañó cuando vio entrar a su hermano Raúl, a quien no había dicho nada de nada. Pero Raúl se enteró del plan completo y se entusiasmó muchísimo al saber que un grupo asaltaría el hospital civil Saturnino Lora. Por eso se vistió de enfermero, que era la profesión que siempre había soñado. Había ido antes a la peluquería y a que le entallaran el uniforme, por eso llegó tarde, agitado y nervioso. Llevaba un maletín repleto de supositorios.

“Cuando todos los revolucionarios estaban ya en la Granja Siboney, Fidel les explicó el plan de ataque al Cuartel Moncada, y para darle confianza a los reunidos les mintió diciéndoles que había pilotos militares del ejército batistiano en Camagüey que iban a apoyar el ataque al cuartel, en caso de que la aviación militar los atacara y que alguna vez iban a construir el socialismo. Algunos se opusieron al plan y 12 desertaron”. A una seña suya, Ramiro Valdés anotó los nombres de los traidores y, por si las moscas, dibujó sus caras en una libreta. Nacía así el ministerio del interior.

“El Dr. Mario Muñoz Monroy, discutió con el jefe por no estar de acuerdo con el plan y decidió participar como médico en la acción y no como combatiente”. A Fidel no le gustó esa actitud, pero disimuló, y se juró en silencio que algún día iba a alquilarles los médicos a naciones extranjeras. 

Algunos posibles asaltantes tenían sus reservas y así se lo dijeron al líder en su cara: no estaban dispuestos a asaltar una escuela como la ciudad escolar 26 de julio, pero los calmó diciendo que eso sería después, que esa noche no había niños, que era un cuartel sede del regimiento 1 “Antonio Maceo”, al mando del coronel Alberto del Río Chaviano, y que tenía soldados sanguinarios y abusadores que defendían la dictadura. Uno del fondo preguntó si hablaba de los boinas negras de las tropas especiales, pero también lo miraron raro, porque eso sería más adelante. Entonces el líder remarcó: “No los queremos. No los necesitamos”.

Al final se dio la orden. Una voz que parecía la del jefe gritó “La orden está dada. La calle es de los revolucionarios”. Era ya el 26 de julio y era extraño, porque siempre es 26. “Alrededor de las 5:00 a. m., los asaltantes comenzaron a salir en 16 autos desde Siboney hacia el Cuartel Moncada. Los dos primeros autos fueron hacia el Hospital Civil y el tercer auto fue al Palacio de Justicia. Fidel iba manejando el segundo auto de los que iban hacia la posta 3 del cuartel”.

Nunca llegó al combate, y eso que sus hombres, disciplinados, lo esperaron largo tiempo. No comprendían qué había pasado, porque Fidel había vivido la mitad de su vida en Santiago de Cuba, rebelde ayer, hospitalaria hoy, heroica siempre. Pero él se dio cuenta de que no tenía bolígrafo ni papel para empezar a escribir su alegato de “La historia de absolverá” y empezó a dar vueltas y vueltas buscando una papelería o una quincalla. No la encontró porque estaban en carnavales. Eso lo puso de mal carácter y decidió suspenderlos en el futuro.

Al final sus hombres comenzaron a disparar y los batistianos a dispararles a ellos. Fidel sintió el estruendo de los disparos desde lejos y frenó el auto. Si moría accidentalmente, Cuba se perdería tantas cosas bonitas y él ya tenía pensados muchos de los discursos que daría.

Al final esperó que todo se calmara. Sabía que podía tener un pretexto inobjetable: “Fidel Castro no pudo participar en el asalto al Moncada por culpa del criminal bloqueo”. 

Entonces sonrió y se vistió de civil.